El Diccionario de la Real Academia Española va ya por su vigésima tercera edición. Esta última apareció en octubre de 2010, y recoge ciertas novedades metodológicas que el propio organismo explica aquí. Como siempre sucede, tras la publicación aparecen un montón de opiniones encontradas que en resumen nos dan la impresión de que damos a la lengua, y por derivación a su más alta institución, más importancia de la que en principio cabría pensar. En este país cainita de telebasura y campechanía hay, al parecer, tiempo también para entretenerse en despotricar contra tal o cual inclusión o exclusión, contra la explicación concedida a una entrada o a una acepción nueva de una entrada previa y contra la pervivencia de términos o acepciones que quieren arrumbarse por corrección educativa, que no lingüística. Nada puedo criticar por todo ello, y en el fondo me regocija pensar en este entusiasmo que se emplea en una materia tan intelectual —quizá exagero y debiera decir intelectiva— y que mueve a la ardorosa crítica y a la enconada réplica.
Son las novedades las que más motivan el comentario, a veces asombrado, a veces sardónico y otras feroz. Por mi parte, como corrector, este proceso exige cierta cuidadosa lectura, no tanto para atender a esa difícil medición de la promoción que supone pasar de estar excluido a estar recogido como “término vulgar”, “coloquial” o, directamente, “coloquial y malsonante” (como sucede con el tan celebrado “cagaprisas”, y que en mi tierra vallisoletana es de uso habitual, por otra parte) como por la tendencia que sigue a estas inclusiones de extender su uso entre quienes antes no se habrían atrevido a usarlas por escrito. Curiosamente, y por mucho que desde la RAE se explique que la inclusión en el compendio no supone más que la aceptación de un uso continuado, sin juicio de oportunidad alguno, muchos consideran este el momento del pistoletazo de salida para poder acoger tal o cual palabra que les hace mucha gracia y soltarla a diestro y siniestro. Quizá tienen la intención de escandalizar, como Quevedo en la corte remilgada del siglo XVII, pero evidentemente es muy complicado llegar a ese nivel, por cuanto el maestro era tan bueno en ese como en todos los demás registros, y soltar una perla, podríamos decir negra, no empece adornarla oportunamente con una gramática depurada y una sintaxis exquisita.
No dudo de que esa especie de “consagración” de términos pretéritamente ignorados puede tener cierta importancia por la “autoridad” que la Academia ostenta, y ya hablamos hace tiempo del papel social e incluso jurídico que de esta manera se confería al Diccionario. No es baladí presumir que escapará de la calificación de difamación quien demuestre que el insulto proferido contra un contrario responde exactamente a lo que el aludido hizo o dijo, y como argumentó el gran Forrest Gump “es tonto el que hace tonterías”, por ejemplo, como también es un pelele quien se deja manejar, o idiota quien sea “engreído sin fundamento para ello”, tal y como recoge la segunda acepción del término. Para abundar en el matiz normativo del Diccionario me remito a la entrega algo ya lejana ya, pues no quiero aburrir con reincidencias.
Por contra a lo que debiera parecer, quienes trabajamos con la lengua española no atendemos estas novedades con el ansia de introducir vocablos nuevos que vengan por fin a solventar las dudas de usos equívocos, a aceptar barbarismos o a materializar conceptos u objetos hasta ahora anónimos. No, en realidad las palabras han ido por delante, y el uso de material publicado de diversa índole nos ha ahorrado la novedad; asistimos de ellos quizá a su consagración, solo. Lo que de verdad nos remueve en la silla es la barahúnda de términos coloquiales que vienen a sentarse en la misma mesa que sinónimos más “académicos” y de uso habitual, y que por el análisis y escrutinio periodístico de cada edición vienen de nuevo a la palestra. Azanoria, toballa, cocreta… todos ellos existen, como desde hace siglos, pues muchos provienen ya del Diccionario de Autoridades, pero de todos ellos se reconoce su desuso y “marginalidad”. Esta “atención mediática” provoca su invocación y uso, y de esta curiosa manera se perpetúan, mientras otros desaparecen porque nadie se acuerda de ellos. Y quien quiera llamar la atención podrá usarlas, soltándolas con ese desafío implícito de ver quién se atreviera a enmendarlos para recibir la oportuna charla explicativa. Reconozco no haber tenido problemas en ese sentido, pero parece algo muy apropiado para incluirlo en exámenes de oposición, en pruebas de “cultura general” o en concursos televisivos donde supongo trabajan guionistas con poco tiempo, escasa remuneración y un puntito de mala leche.
A la vez que se publican nuevas ediciones en papel del Diccionario se actualizan también el Corpus y el Diccionario electrónico, pero a veces no a idéntica velocidad, y hay casos de divergencia entre el Diccionario electrónico y las normas de acentuación de la Ortografía, por cuanto las ediciones en papel de ambas no coinciden.
Todos hemos aprendido a usar el Diccionario en nuestra infancia. Conocemos los códigos por los que la obra se mueve, las normas de la lexicografía que rigen su estructura y su motivación. Todas ellas se han trasladado al Diccionario electrónico. Pero las herramientas de búsqueda puestas al servicio del usuario parecen pocas y poco flexibles. Acostumbrados también a programas informáticos de uso común, como los procesadores de textos, donde las posibilidades de búsqueda se abren en un amplio abanico de opciones, el campo simple del buscador del Diccionario se nos antoja ya reducido. Este medio, que debiera estar al servicio del hablante, se constituye solo en el oráculo que desgrana su retahíla explicativa cuando pronunciamos ante él un término reconocible. Permanece mudo cuando no entendió lo que le dijimos, y como mucho nos ofrece palabras “con una escritura cercana”, las más de las veces con cambios en una o como mucho dos letras y una raíz común.
Quizá el concepto debiera cambiar. El hablante no es solo lector de lo que no comprende, y que le obliga a la consulta. Es ahora, ante todo, usuario del lenguaje, artesano del idioma. Poco sentido tiene para él que la Academia haya sucumbido al uso de la palabra “backstage” y que la incluya así, sin ánimo de adaptarla. Como ya referí en otro lugar, los creadores de palabras habitan en periódicos, radios y televisiones, que acaparan la comunicación a la que la alta institución presta oídos. Pero esos medios son altavoces de otras personas, y no autoridades por sí mismas. Si la Real Academia tuviera a bien convertir su lugar electrónico en un buscador por donde el usuario pudiera fisgar, a lo mejor se crearían convincentes neologismos, o adaptaciones consecuentes de extranjerismos. Pero para ello habría que plantear el trabajo al revés, y permitir que un usuario buscara “vegetal de tronco leñoso” para encontrar “árbol”, y también “bambú”, y también “arbusto”, y concretar, y ofrecer variantes para la navegación, para la inmersión, para la investigación; como por ejemplo “palabras con la misma raíz que árbol”, o palabras que terminen en “-bol”. ¿Es absurdo pedir un listado de todos los colores recogidos en el Diccionario para que las empresas lo incluyan en sus catálogos? ¿Y el conjunto de instrumentos que pueden formar una orquesta sinfónica? ¿Y los diferentes nombres que se pueden dar a los peces, según sus variantes regionales?
No es demasiado complicado incluir información del tipo “las personas que buscaron … rellenaron además los siguientes campos: …”, ni tampoco la contextualización de cada término, más importante sin duda que la explicación de su origen, por mucho que ello sea importante para lingüistas y filólogos.
Evidentemente, esto supone una transformación radical del propio concepto de Diccionario. Es más, la obra en sí constituiría solo una de tantas formas de presentar la información disponible. A la oportunidad de apostar por diccionarios ideográficos podrían vincularse aplicaciones de realidad aumentada que podrían comercializarse incluso, aportando a la institución fondos sin duda necesarios para sus exangües arcas.
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