Cuando Jonathan Swift quiso ejemplificar lo absurdo de los enfrentamientos humanos incluyó en uno de sus curiosos universos inventados en Los viajes de Gulliver el de dos países limítrofes que habían llegado a la guerra por disentir sobre la forma de cascar un huevo. Hemos vivido recientemente los aniversarios de guerras atroces que asolaron países enteros, y en el análisis de la guerra posiblemente más mortífera que Europa haya vivido, y que precisamente fue titulada como la Gran Guerra, hay cierto consenso al asegurar que se caminó de manera más o menos inconsciente al desencadenamiento, que se produjo como una fatalidad inevitable. Hay teorías sociológicas que hablan de la guerra como algo innato al hombre, y parece que el enfrentamiento entre grupos de la misma especie es en la Naturaleza el reverso oscuro de la capacidad social.
Si el peligro existe, ¿quién será tan osado de provocar las condiciones que harán que se desencadene? Son conocidos los casos de enfrentamientos buscados, y la opinión pública se ha demostrado fácilmente maleable ante la manipulación. Los gobernantes pueden hacerlo por el aura de representantes de la res publica, pero ha habido casos, como la invención de los motivos de la guerra de Estados Unidos contra España en 1898 aireados por los periódicos del magnate William Randolph Hearst, en que alguien se empeña en agitar a las masas con soflamas patrióticas y mentiras oportunas para lograr sus objetivos. Sí, las fake news no son cosa de ahora, y si se ha dicho siempre que la Historia la escriben los vencedores, las mentiras que consiguen movilizar a la sociedad pasan a revestirse de una pátina de verosimilitud que las blinda ante la crítica y el análisis. Por mucho que Orson Wells diera caña al personaje histórico de Hearst en su película Citizen Kane, el mal estaba hecho y no tuvo enmienda. A lo hecho pecho, podríamos decir.
Quizá por incruento, el caso del periódico El País respecto de la ortografía debiera parecernos solo anecdótico. Ocurre, sin embargo, ese agitamiento desde un supuesto taller para opinar sobre la ortografía (se puede opinar sobre todo en esta vida, pero usar la tribuna que ofrece un periódico para invitar a la duda y la disidencia debiera haber exigido previamente el análisis de responsabilidad de quien lo perpetre). Ocurre, en fin, y no sabemos si por ocurrencia, o por ocurrente: el periodista que lanza el pedrusco para agitar las aguas de la comunicación escrita empieza por un articulito pretendidamente revolucionario en que defiende la desaparición, simple y llanamente, de la ortografía. El individuo se llama Daniel Gómez Visedo, y la entrada, con el título “Una revolución en la ortografía”, se publicó el pasado día 8. Puede verse en https://elpais.com/elpais/2019/02/07/opinion/1549566484_793814.html. En el artículo de opinión, sin vergüenza, se propone eliminar de un plumazo la ortografía del español, afirmando que es “extraordinariamente compleja”. Según el sesudo análisis de este lumbreras, “la ortografía es una inadmisible barrera social”, y “una pesadilla para los estudiantes de nuestro país”, que al parecer pierden muchas horas lectivas aprendiendo a escribir que podrían dedicar a cosas más útiles, como entender la economía o la tecnología. Habla de las ortográficas como de “normas complejas y carentes de utilidad”, y dice que la simplificación tendría un curioso efecto positivo que relata así: “Conseguiríamos un impulso económico al incrementar el negocio de la enseñanza de nuestro idioma y al sumar más castellanoparlantes a la ya gran comunidad mundial”, ya que sería el idioma más fácil de aprender, parece.
Tamañas estupideces no son inocentes. Son el aldabonazo para estrenar una sección, titulada “¿Y tú qué piensas?”, que el periódico ha abierto para que otros opinen al hilo de lo antes publicado. Una simple estratagema, para que otros recojan el guante (como yo mismo estoy haciendo ahora) y contraataquen, llenando gratuitamente de contenidos una sección periodística por la ambición de tener más lugares donde incluir anuncios o por la desidia de buscar contenidos propios cuando lo más barato es recibirlos gratis (y ahí yo no entro).
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